Mañana se celebrará la segunda vuelta de las elecciones legislativas francesas. En la primera, que tuvo lugar el domingo pasado, ganó Agrupación Nacional –el antiguo Frente Nacional– tras conseguir más del 33% de los votos en unos comicios que registraron una participación altísima. Por detrás quedaron el Nuevo Frente Popular –una coalición de izquierdas montada sobre la marcha para encarar estas elecciones– y Ensemble, que es el partido del presidente Emmanuel Macron. Las dos formaciones con los votos suficientes como para disputarle a Agrupación Nacional el liderazgo en esta segunda vuelta. La pregunta que se hacen en Francia, y también en media Europa, es qué pasará mañana. ¿Lograrán el Nuevo Frente Popular y Ensemble recoger los votos de los partidos que se han quedado fuera y quedar por encima de Agrupación Nacional? ¿Conseguirán revalidar su posición los de Marine Le Pen? ¿Y qué se sabe de Jordan Bardella, el jovencísimo y misterioso presidente de Agrupación Nacional? Estas y otras cuestiones son las que ha abordado Francis Ghilès, un investigador asociado al think tank catalán CIBOD con una amplísima trayectoria a sus espaldas, en una entrevista concedida a la revista 5W; una publicación española especializada en crónica internacional. Harto crítico con el presidente francés –le acusa de hablar mucho y escuchar poco–, Ghilès explica que «muchas de las personas que han votado a la ultraderecha no son particularmente racistas; sencillamente están cabreadas y quieren sacar a Macron del gobierno». Asimismo, el experto sostiene que «la izquierda ha olvidado que los problemas de los electores franceses son el dinero, el trabajo y la vivienda» y que por eso mismo éstos la están abandonando. Ghilès también aprovecha la ocasión para señalar una obviedad que tiende a olvidarse: los ocho millones de musulmanes que hay en Francia no conforman una comunidad única. «Hay musulmanes que no practican su religión, los hay que sí, los hay que se ganan bien la vida, los hay con pocos recursos…».
La entrevista, realizada por el periodista Javier Sánchez, se puede leer aquí.
La inquietud dentro del Partido Demócrata no para de crecer, pero Joe Biden sigue en sus trece: no piensa retirarse. De momento, cabe añadir, porque según han contado varias fuentes cercanas a la Casa Blanca todo dependerá de cómo vayan los actos públicos que tiene estos días –dos mítines en Wisconsin y Pensilvania y una rueda de prensa con motivo de la cumbre de la OTAN– y su repercusión en las encuestas. Ya veremos. Sea como fuere, no son pocos los que se preguntan en quién se está apoyando Biden en estos momentos de oposición interna y soledad. ¿Quién sostiene su ánimo y le anima a seguir en la brecha? Un artículo de Benjamin Wallace-Wells publicado en The New Yorker cita tres nombres: Jill Biden, Hunter Biden y Valerie Biden Owens. Su mujer, el único hijo que le queda vivo y su hermana. El problema, dice Wallace-Wells, es que sus argumentos carecen de sentido dado que están centrados en subrayar los logros del pasado cuando el quid de la cuestión tiene que ver, precisamente, con el futuro y con las probabilidades de que pueda volver a repetirlos.
El artículo se puede leer (en inglés) aquí.
Esteban Hernández, jefe de Opinión de El Confidencial y uno de los analistas sociopolíticos más reconocidos de España, ha escrito sobre una de las grandes contradicciones del capitalismo contemporáneo y sus consecuencias en la política europea: el choque entre el capitalismo productivo y el capitalismo financiero. O sea: entre las empresas que generan riqueza a su alrededor y aquellas que llenan el bolsillo de unos pocos a costa de las anteriores. Hernández recurre a la vida de Edoardo Nesi, un empresario de la otrora flamante industria textil italiana, y a la crisis que atraviesa actualmente la pequeña y mediana industria alemana para explicar la decadencia de las clases medias-altas occidentales. Unas clases medias-altas que, en su opinión, solo están siguiendo un camino ya recorrido por las clases trabajadoras y las clases medias a secas. «Ese proceso de desclasamiento ha tejido la política contemporánea en muy diferentes sentidos», escribe Hernández. «Las clases y las regiones con menos recursos se han acercado a las derechas populistas y a las extremas, y las capas medias-altas que pierden posición social, y en las que penetra el rencor del declive, se posicionan con unas derechas sistémicas que se han vuelto bastante más duras». Lo cual supone, dice aludiendo a estas últimas, un grave error de cálculo. «Se lamentan a menudo de los elevados impuestos, del exceso de burocracia en las administraciones, del coste de los salarios y de que no se abordan en serio el absentismo laboral y la falta de productividad, lo que las lleva a votar a las derechas», cuenta antes de añadir el sin embargo. Y ese sin embargo es que su problema, su verdadero problema, se encontraría en otra parte: el mercado. A saber: en los elevados costes de la energía (producto de «una economía financiarizada que está exprimiendo sus recursos»); en la subida de las materias primas (ligada a «procesos especulativos y con mediadores que gozan de posición dominante»); en la reticencia de los bancos a prestar dinero (porque «los mecanismos bancarios de rentabilidad han girado hacia otras prioridades y ya no apuestan por lo productivo»); en la dependencia de las grandes firmas (que exigen a las pequeñas y medianas empresas soportar «recortes de márgenes, justificados o interesados, además de cobrar con un retraso poco recomendable»), en el coste del suelo y etcétera. Y luego, para rizar el rizo, si logran adquirir el tamaño suficiente como para levantar miradas suelen terminar en manos del fondo de turno (que procede, en muchas ocasiones, a un desmantelamiento lento pero progresivo de la empresa). En resumen, dice Hernández, la gran enfermedad de Occidente reside en la victoria del capitalismo financiero sobre el productivo. Y mientras eso no cambie, añade, las tensiones irán a más. «Lo curioso –sentencia– es cómo las clases que lo sufren, en lugar de encenderse, se apagan políticamente».
El análisis completo se puede leer aquí.
Hace dos días pregunté a una conocida de Irán qué esperaba de las elecciones presidenciales que se acaban de celebrar en la república islámica. Tras escuchar mi pregunta se encogió de hombros y contestó que no demasiado. Quien realmente manda aquí, dijo, es el líder supremo: el clérigo Alí Jamenei. No es que el presidente sea un cargo simbólico, me explicó, pero su poder es bastante limitado. Con todo, entre un ultraconservador como Saeed Jalili –cuyo programa llevaba convertir el hiyab en prenda obligatoria– y un moderado como Masoud Pezeshkian –partidario de abrir un poco la mano en casa y de suavizar las tensiones con Occidente– casi mejor Pezeshkian. Que es quien ha salido vencedor esta madrugada, tal y como explican las periodistas Farnaz Fassihi y Cassandra Vinograd, del New York Times, en un artículo que también aporta cifras sobre los comicios y explica con cierto detalle quién es –de dónde sale y qué méritos tiene– el nuevo presidente de Irán.
La pieza se puede leer (en inglés) aquí.
El 7 de septiembre de 1978 el disidente búlgaro Georgi Markov se encontraba, como de costumbre, esperando al autobús en una parada próxima al puente de Waterloo, en Londres, cuando notó un pinchazo en el muslo. Al darse la vuelta vio a un tipo recogiendo un paraguas del suelo; el extraño se disculpó con un acento que le delató como extranjero antes de cruzar apresuradamente la calle y desaparecer en el bullicio de la capital británica. Esa misma noche Markov empezó a encontrarse mal y cuatro días después falleció sin que los médicos pudiesen determinar qué le había sucedido. Solo después de su muerte, gracias a una autopsia en la que también participaron varios científicos, se supo que Markov había sido envenenado. No tardó en conocerse el autor intelectual del crimen –el Partido Comunista de Bulgaria– y el motivo del envenenamiento –los escritos de Markov contra el dictador búlgaro Todor Zhivkov–. También se supo que el KGB ruso había colaborado en la operación. Ahora bien: ¿quién era el fulano de acento raro que llevó a cabo el envenenamiento? Ahí es donde entra Ulrik Skotte, un documentalista danés que tras seguir el rastro del asesino durante décadas llegó finalmente hasta un siniestro italiano. Skotte ha contado su investigación en un libro titulado The Umbrella Murder (El asesinato del paraguas) que ojalá se traduzca pronto al castellano.
Quien quiera saber más del libro puede asomarse a la elogiosa reseña que le ha dedicado Alan Judd, ex militar y ex diplomático británico, en la revista The Spectator. Se puede leer (en inglés) aquí.